jueves, 11 de noviembre de 2010

La experiencia, la vieja amiga, entrañable,  a la que nadie acude salvo dudas, temores o explicaciones simples a problemas complejos. Un simple sí o no a una lluvia de alternativas. La decisión recae en quien se ve obligado a tomarla, y es allí, entre la espada y la pared, cuando concurren recuerdos difusos, circunstancias varias y todos aquellos elementos que integran a la dueña de nuestro pasado útil y teleológico: La olvidada experiencia, la conciencia real y presente de haber vivido una situación trascendente, y que se hace urgente traer para resover el dilema. La experiencia es la hija del derrotero del tiempo, algo objetivo, y de la voluntad consciente de comparar, lo subjetivo. No podemos resolver nada sin aplicar a la situación examinada, la ligera brisa del recuerdo, y acto seguido, su contraste casi visual, y no menos caprichoso, con el hijo del tiempo. La experiencia, fruto del tiempo y la comparación: Qué haría un general novato en medio de una batalla?, aplicar conocimientos sin duda, al menos teórico y fundado, pero, como a todos en la vida, Qué podemos resolver sin haber vivido con anterioridad una situación semejante?. A veces en casos de dudas urgentes, se asoma el temor y  es necesario recurrir al pasado, ya que el presente es claro y actual, y el futuro es demasiado lejano para resolver la urgencia (Se aparece como una elucubración, demasiado gris, furtivo, poco útil). Es aquí, con necesidad imperiosa, que se recorre los rincones casi inexpugnables de la mente y aparece vívido el recuerdo. Salvador, único. Sin él, nada habrá que hacer. Lo importante es actuar correctamente. No equivocar el juicio revio al análisis comparativo (Entre lo que nos afecta y nuestro futuro actuar, una lucha entre el ser actual y el deber ser). Frente a  la experiencia, no podemos ser pusilánimes ni arrogantes. Lo clave es volver a actuar de correcta manera o sumergirnos en los abismos del olvido, y ser, como siempre, erráticos, inconsecuentes y por tanto, olvidados.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Experiencia ¿Para que?

“¿Papá, para que sirve la Historia?” Con esta pregunta que le habría hecho su pequeña hija, un historiador comienza su libro. Las respuestas a esta interrogante podrían dar para mucho, pero casi siempre una de las respuestas será la de que la utilidad de esta rama del conocimiento está en la evitación de los errores del pasado. Según esta visión la tendencia de la sociedad humana es la del perfeccionamiento continuo t toda época sería mejor en todos sentidos que el tiempo precedente.
Lo que se aplica a nivel colectivo sería también asimilable al nivel individual, es decir, a la vida de cada uno de nosotros. Nuestra vida debería ser la de un continuo perfeccionamiento en que somos mejores personas cada día y con cada aprendizaje. Pero no basta pensar esto un poco y nos daremos cuenta que lejos de ser así, muchas veces somos más estúpidos y, por ende, cometemos mayores errores con el paso del tiempo.
Pensemos en aquellos seres que con su sacrificio involuntario nos han enseñado tanto: nuestros amigos los ratones de laboratorio. Uno de los experimentos clásicos consiste en instalar trampas electrificadas en la que los ratones tras caer una o unas pocas veces, ya no pasaran. Una lectura positiva no diría que eso muestra que si un ratón es capaz de aprender de una equivocación y no volver a caer, entonces un humano que se supone más inteligente debería hacer lo mismo. Pero ¿el ratón sabrá darse cuenta que el laboratorio no pago la cuenta de la luz y por ello ya la trampa no constituye un peligro y puede entonces coger el queso? ¿Sabrá distinguir nuestro roedor en cuestión una trampa de otro elemento que se le parezca, pero que represente una oportunidad? Los ratones nuevos que lleguen tendrán entonces mayores posibilidades de caer en trampas, pero también de obtener éxitos al atreverse más, ya que no tienen el miedo de los ratones viejos.
Las trampas electrificadas que nos ha puesto la vida nos permiten a lo largo de los años cometer menos errores, pero también nuestros éxitos son limitados. Ya no queremos electrocutarnos y, quizás por ello, muchas veces nos volvemos más impacientes. Nuestra impaciencia e intolerancia oculta nuestro miedo y frustración. Tras electrocutarnos lamemos nuestras heridas pensando que realmente merecíamos el queso, sin darnos cuenta de los nuevos trozos de queso que se encuentran a nuestro alrededor, quizás más grandes y sabrosos que los anteriores.